jueves, marzo 27, 2008

Santa Lucrecia Martir

El noveno ejercicio de Metatextos fue sobre las parafilias. He aquí mi ejercicio.

“En tiempos ancestrales, cuando los varones buscaban el placer en soledad, ofrecían su simiente a la tierra en nombre de la diosa de la fertilidad, que al sentirse fecundada entonaba un hermoso canto que los llevaba a un incontenible placer. Así, semilla por semilla, lograban abundantes cosechas”.

Esa leyenda persiguió a Lucrecia Albassini, pues su increíble voz de soprano y su rostro angelical rebasaban lo terrenal. Su fama se aderezaba con diversos rumores: los mozos decían limpiar pecaminosas inmundicias en los teatros, los envidiosos aseguraban que el encanto de su voz se debía al impuro gusto de beber de sus amantes el néctar que antaño fertilizara la tierra.

Indiferente a las habladurías, el Cardenal Aguilanti, auténtico apasionado de la ópera, fue el primero ocupar su balcón en el estreno de Ariadna.

Aquella noche, Lucrecia, ataviada con una túnica de blanca seda, entregaba su voz a la melancolía del Lamento. Conmovidos hasta sus más sensibles fibras, mujeres y hombres escuchaban. Éstos, devoraban con los ojos tan hermosa visión, mientras sentían dentro de sus ropas el empuje de sus turgentes miembros. El mismo Cardenal, dejaba caer un hilo de baba.

Por un misterioso infortunio, la túnica de la diva resbaló, dejando a la vista sus voluptuosas formas. La lujuria se apoderaba del teatro mientras ella, en total concentración, proseguía inocentemente su canto, elevando a los presentes al éxtasis. Dulces y salados fluidos mojaban el terciopelo de los trajes que eran arrebatados con frenesí, chorros impulsivos golpeaban los rostros y desbarataban los altos peinados de las damas.

Las beatas mujeres, sin comprender el placer experimentado, estallaron en ira contra Lucrecia, causante de toda esa depravación. La arrancaron del escenario y la martirizaron hasta el límite de sus fuerzas.

La historia se contenta diciendo que al enfermar la cantante, Monteverdi la sustituyó con una actriz.

El Cardenal, en agradecimiento a su musa, no descansó hasta lograr que se le otorgara la gracia de la canonización, por supuesto, en nombre de la ópera.