Hace frío. Sólo se escuchan las pisadas de tus botas en la calle. Otra vez madrugada, cuates, chelas, música chida. Sacudes la cabeza de un lado a otro, sonríes tú y tu cabeza sigue negando, “bailar reggae” piensas. Al llegar, acurrucado en el hueco de la puerta un gato negro duerme. Estado medianamente etílico el tuyo, el gato, quién sabe. En un tipo de tu tamaño se necesita mucho más alcohol para considerarte ebrio. La puerta no se abre. Maldices. Salto mortal y de pronto el sillón del cuarto de ensayo acoge tu sueño. Sientes una presencia a tu lado, algo que se mueve. La puerta está cerrada, qué puede ser.
Te incorporas y ves al gato cómodamente instalado junto a ti. Seguro se te coló entre los pies antes de cerrar.
Pinche gato pulgoso –le dices. Pero es tanto el cansancio que prefieres dejar todo por la paz para poder dormirte cuanto antes. No fue necesario mucho tiempo para que totalmente relajado, te quedes dormido. Sueñas. Me imaginas o me sueñas, quién sabe, acostada de lado en esa cama tan incómoda que no te gusta, en esa cama en la que tantas veces me revuelvo inquieta pensando en ti, pronunciando tu nombre con una voz apenas audible, como conjurándote en secreto. Me imaginas o me sueñas, quién sabe, medio dormida porque ya es muy tarde y medio cubierta por las sábanas porque hace frío. A penas distingues, con la escasa luz de tus sueños y de la habitación, mi cabello sobre la almohada y la erizada piel de mi espalda. Sigues con la vista la concavidad que la atraviesa y tu mirada se topa con las sabanas hasta que más abajo descubres mis piernas entrecruzadas, las recorres y al final te quedas contemplando mis pies pequeños y curiosos. Recuerdas entonces mi presunción de tener los pies más bonitos que existen en todo el mundo y te preguntas porqué habré elegido tener los pies más bonitos del mundo y no la boca o los ojos. Y sueñas o imaginas, quién sabe, que mi cuerpo está tibio y perfumado y acercas tu boca a mi cuello para que sienta tu respiración y sepa que ya estás ahí, acostado junto a mí. Entonces sueñas o te imaginas, quién sabe, que medio dormida, me doy vuelta, y sientes mis manos que te buscan en la oscuridad como si tuvieran ojos que pueden verte. Te cala el frío en la espalda mientras voy desnudándote, lenta y ceremoniosamente. Tu respiración pausada me arrulla. Empiezo a ronronear. Tu cuerpo, tu calor, tu aroma me envuelven mientras mi brazo derecho rodea tu cintura, mis piernas se enredan en las tuyas y con la palma de la mano izquierda acaricio despacio tu barba y tu cabello apenas crecidos. Es tan deliciosa esa sensación. Sabes que no puedo resistirme. Así que empiezo a jugar, a arañar suavemente tu espalda, a tocar por aquí y por allá. Esperando a que me muerdas el cuello, el hombro. Me sientes, sabes que estoy ahí y que quiero jugar contigo todos los juegos. Me abrazas, así con los ojos cerrados, entre tus brazos mi cuerpo se estremece, junto al tuyo mi cuerpo se siente tremendamente pequeño. Te digo algo suavemente al oído y abres los ojos, nos miramos, por uno, dos o millones de segundos y te sonrío. Me besas suave y lentamente, con todo el tiempo del mundo. Nos acompañan las sábanas, la lucha entre la luz tenue y la oscuridad y el silencio de la noche.
Por la mañana, con una sed tremenda despiertas. Enredado entre las cobijas, la ropa regada por el piso. Todavía no recuerdas nada de lo que soñaste. Ni siquiera en que momento te desnudaste. Pero recuerdas el salto mortal y el frío de la noche. Sentado en el sillón con las manos en la cabeza acaricias tu cabello. Me recuerdas entonces. Escuchas una leve respiración y volteas. Junto a ti hecho ovillo, el gato negro duerme. Incrédulo ante tal desfachatez lo miras sin decidirte a darle un manotazo y tirarlo al suelo. Siente tu mirada y abre muy grandes sus ojos grises, mientras se miran te parece ver que el gato te sonríe justo antes de brincar del sillón, estirarse elegantemente y largarse por la ventana.
Sacudes la cabeza de un lado a otro. Ah, pinche gata –dices... sonríes tú y tu cabeza sigue negando.
Te incorporas y ves al gato cómodamente instalado junto a ti. Seguro se te coló entre los pies antes de cerrar.
Pinche gato pulgoso –le dices. Pero es tanto el cansancio que prefieres dejar todo por la paz para poder dormirte cuanto antes. No fue necesario mucho tiempo para que totalmente relajado, te quedes dormido. Sueñas. Me imaginas o me sueñas, quién sabe, acostada de lado en esa cama tan incómoda que no te gusta, en esa cama en la que tantas veces me revuelvo inquieta pensando en ti, pronunciando tu nombre con una voz apenas audible, como conjurándote en secreto. Me imaginas o me sueñas, quién sabe, medio dormida porque ya es muy tarde y medio cubierta por las sábanas porque hace frío. A penas distingues, con la escasa luz de tus sueños y de la habitación, mi cabello sobre la almohada y la erizada piel de mi espalda. Sigues con la vista la concavidad que la atraviesa y tu mirada se topa con las sabanas hasta que más abajo descubres mis piernas entrecruzadas, las recorres y al final te quedas contemplando mis pies pequeños y curiosos. Recuerdas entonces mi presunción de tener los pies más bonitos que existen en todo el mundo y te preguntas porqué habré elegido tener los pies más bonitos del mundo y no la boca o los ojos. Y sueñas o imaginas, quién sabe, que mi cuerpo está tibio y perfumado y acercas tu boca a mi cuello para que sienta tu respiración y sepa que ya estás ahí, acostado junto a mí. Entonces sueñas o te imaginas, quién sabe, que medio dormida, me doy vuelta, y sientes mis manos que te buscan en la oscuridad como si tuvieran ojos que pueden verte. Te cala el frío en la espalda mientras voy desnudándote, lenta y ceremoniosamente. Tu respiración pausada me arrulla. Empiezo a ronronear. Tu cuerpo, tu calor, tu aroma me envuelven mientras mi brazo derecho rodea tu cintura, mis piernas se enredan en las tuyas y con la palma de la mano izquierda acaricio despacio tu barba y tu cabello apenas crecidos. Es tan deliciosa esa sensación. Sabes que no puedo resistirme. Así que empiezo a jugar, a arañar suavemente tu espalda, a tocar por aquí y por allá. Esperando a que me muerdas el cuello, el hombro. Me sientes, sabes que estoy ahí y que quiero jugar contigo todos los juegos. Me abrazas, así con los ojos cerrados, entre tus brazos mi cuerpo se estremece, junto al tuyo mi cuerpo se siente tremendamente pequeño. Te digo algo suavemente al oído y abres los ojos, nos miramos, por uno, dos o millones de segundos y te sonrío. Me besas suave y lentamente, con todo el tiempo del mundo. Nos acompañan las sábanas, la lucha entre la luz tenue y la oscuridad y el silencio de la noche.
Por la mañana, con una sed tremenda despiertas. Enredado entre las cobijas, la ropa regada por el piso. Todavía no recuerdas nada de lo que soñaste. Ni siquiera en que momento te desnudaste. Pero recuerdas el salto mortal y el frío de la noche. Sentado en el sillón con las manos en la cabeza acaricias tu cabello. Me recuerdas entonces. Escuchas una leve respiración y volteas. Junto a ti hecho ovillo, el gato negro duerme. Incrédulo ante tal desfachatez lo miras sin decidirte a darle un manotazo y tirarlo al suelo. Siente tu mirada y abre muy grandes sus ojos grises, mientras se miran te parece ver que el gato te sonríe justo antes de brincar del sillón, estirarse elegantemente y largarse por la ventana.
Sacudes la cabeza de un lado a otro. Ah, pinche gata –dices... sonríes tú y tu cabeza sigue negando.
2 ecos:
Arroz!
Excelente!
Está poca madre, buen relato.
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